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quarta-feira, 6 de fevereiro de 2008

Proud (to be) or not?

petra2.jpg

Spring is like a perhaps hand
(which comes carefully
out of Nowhere)arranging
a window, into which people look(while
people stare
arranging and changing placing
carefully there a strange
thing and a known thing here)and

changing everything carefully

spring is like a perhaps
Hand in a window
(carefully to
and fro moving New and
Old things,while
people stare carefully
moving a perhaps
fraction of flower here placing
an inch of air there)and
without breaking anything.

E.E. Cummings

Postado por Luis Favre

quinta-feira, 31 de janeiro de 2008

La poesía, la copla, la memoria

A 100 años de su nacimiento, las palabras y la música de Atahualpa Yupanqui ocupan un lugar ireemplazable en nuestro acervo cultural

Por Valeria Caselles

Muchos aseguran que el secreto del éxito de Atahualpa Yupanqui fue ser un consustanciado con las penas y alegrías de su pueblo. Es que Yupanqui fue todos esos personajes, cuyo sentimiento y valores describe tan bien. Pero recorrió todos los caminos del país y el mundo depositando su mirada confiada en el hombre trabajador, el jornalero, el arriero, el peón. En ellos encontró la poesía y la canción.



Don Ata o Héctor Roberto Chavero nació en Campo de la Cruz, Pergamino, el 31 de enero de 1908, hijo de una vasca y de un criollo ferroviario. Fue autor de cientos de canciones y de varios libros de poemas y relatos. Su obra alcanza tal dimensión que resultará imposible, en el futuro, hablar de cultura latinoamericana sin recordarlo.

Mucho se ha escrito y hablado sobre este hombre robusto y de cabello engominado. Pero más allá de su obra, Yupanqui dejó innumerables anécdotas en la memoria de sus amigos, conocidos, colegas y seguidores incondicionales. Cada lugar que pisó como niño, viejo sabio, poeta, cantor, coplero, político, amante del fútbol, filósofo popular y tantos otros, tuvo un testigo que siempre lo recordará.

adn CULTURA.com capturó algunas vivencias que han sido contadas por sus amigos, conocidos, biógrafos o estudiosos, en numerosos libros y sitios de Internet. Vaya esto apenas como uno de los tantos homenajes que la figura de don Ata recibirá hoy como regalo de cumpleaños.

En Rosario del Tala, Entre Ríos: Atahualpa Yupanqui habitó en ese pueblo, junto al río Gualeguay, algunos años. De aquel ingreso de Yupanqui por esa ciudad en 1930 sus estudiosos difundieron un fragmento, donde se cuenta que llegó “en caballo, delgado, bastante alto y algo moreno”.

Traía una recomendación de un tal Aniceto Almada para una persona de esta ciudad, un señor que tenía un puesto de carnicería en el viejo Mercado Municipal, lamentablemente ya desaparecido.

Era el forastero un hombre joven de unos 22 años aproximadamente. Su nombre: Héctor Roberto Chavero; caminador incansable que luego de muchos años diría: ‘Rastreando la huella de los cantos perdidos por el viento llegué al país entrerriano’…”.

Los estudiosos rescatan otras expresiones de Yupanqui que pueden leerse en sus obras más conocidas, como El canto del viento: “También en este libro de su autoría sigue diciendo ‘fui a parar a Rosario del Tala, era una ciudad antigua, de anchas veredas, con más tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo como lo hace la gente sin miedo y sin pecado’”.

Chavero visitó a Cipriano Vila en aquel mercado y éste a su vez le presentó otro amigo, don Clímaco Acosta. Pasaron varios años, aquel muchachito veinteañero se convirtió en el alma de una raza, se convirtió en Atahualpa Yupanqui, para orgullo de esta América; paseó lo nuestro por todo el mundo, pues fue ciudadano de él.

En una oportunidad quiso ver a los talenses, en especial a aquellos dos amigos. Al enterarse que ambos habían fallecido, no quiso entrar a Rosario del Tala, pero nació una milonga magnífica como todo lo que nos dejó su gran inspiración, Sin caballo y en Montiel.

Desde Mercedes Sosa hasta Edith Piaf

Yupanqui fue un músico tuvo una faceta llamativa. Podía compartir escenarios con los grandes artistas populares locales pero también con músicos “cultos” de la talla mitológica del guitarrista Andrés Segovia o el violoncellista Pau Casals. Algunos aseguran que ha de haber sido nada fácil conquistarse un lugar en aquel mítico París de posguerra, del existencialismo y el florecimiento de la canción poética, entre vistosas glorias como Marcel Marceau, la genial y torrentosa Amália Rodrigues, el poeta Georges Brassens y la eterna Josephine Baker, que batía récords de público en cada nueva “despedida”.

Quizá no lo habría hecho nunca, incluso, si sorpresivamente no hubiera recibido la ayuda de la cantante Edith Piaf, que exigió al empresario Bruno Coquatrix la presentación de Yupanqui en una de sus galas. Fue el poeta surrealista Paul Eluard quien le presentó a la Piaf en una noche parisina, en la casa del francés. En una entrevista a un canal español, Yupanqui recordó que el escritor francés le había pidido que cantara sólo para Piaf. La cuestión que lo hizo y ella le dijo enseguida: “aún París no te conoce”. Después de allí, el poeta popular no paró de firmar contratos para cantar en Europa. La generosidad de la francesa fue una “deuda nunca saldada” para Yupanqui.

Atahualpa por Jairo

El espectáculo llamado Atahualpa por Jairo, le dedicó el cantautor cordobés en homenaje a don Ata. Más allá de remarcar la importancia e influencia de Yupanqui en la cultura, la poesía y la música argentina, Jairo también se ha referido a cómo lo conoció a su “maestro” Yupanqui: “Es una figura representativa no sólo en Argentina sino también en el exterior, y a eso lo pude constatar personalmente. En Francia, Neruda y Yupanqui eran considerados como personalidades señeras de la cultura latinoamericana”.

Jairo ha remarcado varias veces su primer encuentro con Yupanqui: “Lo conocí una noche a la salida del teatro, después de una función en París. Recuerdo que me dijo: `Te quería conocer no por lo que cantás ni por lo que hacés, sino por el lugar de donde sos’, entonces me empezó a hablar del norte cordobés, de personas que conocíamos… Creo que Yupanqui no ha sido tratado con justicia en Argentina, él merece ser reconocido en el lugar más alto de la cultura. Por eso es que desde hace tiempo veníamos pensando en que era necesario hacer algo importante para recordarlo y cuando trajimos la propuesta recibimos un gran apoyo, algo que quiero destacar porque no siempre hemos encontrado ese eco”.

El verbo político

El significado profundo de parte de la poesía de Yupanqui es analizado por el investigador tucumano Ricardo Kaliman en el libro Alhajita es tu canto, donde también sabe leer su compromiso político, a través de su verbo filoso y tajante.

Por debajo –o por encima, según las circunstancias– de la potencia de la obra yupanquiana, está la potencia del mito que este hombre supo construir. Admirado y resistido, no siempre fue amable con sus interlocutores, y supo dejar algunas anécdotas célebres.

Una de ellas, la que recuerda Daniel Toro: “Maestro, ¿qué le pareció mi versión de ‘Indiecito dormido’?”, cuenta el cantante que le preguntó, nervioso, cuando al fin lo conoció. “Está bien, paisano. Pero tenga cuidado”, le respondió el autor. “¡Si sigue haciéndolo así me lo va a despertar al pobre indio!”.

El derrotero político de Yupanqui lo llevó a pasar fugazmente por el PC, ser encarcelado y censurado por el peronismo, y celebrar más tarde la llegada de la última dictadura militar, tal como testimonian las cartas recogidas en el libro Cartas a Nenette, compiladas por Víctor Pintos, que conviene leer en un contexto más ajustando que el de la mera sucesión de cartas y sin extraer oraciones sueltas.

Todo un desatino para la posteridad: a la hora de las reivindicaciones, la figura de Yupanqui es una suerte de brasa caliente que distintos sectores deben modelar con cuidado, pero que, más allá de los homenajes oficiales y oficiosos, sigue ardiendo con fuego propio.

El club con menos hinchas

El viejo cartel con letras azules orienta la búsqueda. “Yupanqui”, reza un letrero en la calle Guaminí 4512, de Villa Lugano. La cantina sirve de antesala obligada en la sede social del club. Un perro desanimado y unas cuantas sillas vacías prolongan la quietud. Detrás de un mostrador el hombre apura un cigarrillo. “¿Ustedes son los periodistas?”, pregunta y anticipa la respuesta: “Seguro que vienen por eso de que somos el club con menos hinchas, ¿no?” . El fútbol le reserva un lugar particular a Yupanqui, una institución social y deportiva fundada por un puñado de jóvenes el 12 de octubre de 1935. Hace 25 años que actúa en la primera D , con un curioso registro: nunca ascendió ni descendió , no tiene estadio propio, compró un solo jugador en toda su historia y logró resurgir de las cenizas cuando en 1961, un incendio consumió su sede. Pero no los sueños.

Hoy, en época de escasez de dinero, el modesto Yupanqui descubrió su costado comercial con una confesión: “Tal vez seamos el club más pobre, pero estoy seguro de que tenemos la hinchada más chica del fútbol argentino. Cuando jugamos fuera de Lugano van entre… dos y tres personas”, dice el presidente Omar Perrú.

La vida de este club de barrio que apenas supera los 550 socios -la cuota mensual es de 3 pesos; 2 para los menores- tomó trascendencia cuando la empresa multinacional Coca-Cola mediatizó su poca convocatoria en las gradas para ponderar un sentimiento que se aleja de cualquier cálculo cuantitativo: la pasión.

“Yupanqui, el club con menos hinchas, pero no con menos pasión”, dice el slogan publicitario de la firma de gaseosas.

Libros publicados

1942 Piedra sola

1946 Cerro bayo

1947 Aires indios

1960 Guitarra

1965 El canto del viento

1972 El payador perseguido

1984 Confesiones de un payador

1989 La palabra sagrada

1992 La capataza

Canciones emblemáticas

Viene clareando, El arriero, Zamba del grillo, La añera, La pobrecita, Milonga del peón de campo, Camino del indio, Chacarera de las piedras, Recuerdos del Portezuelo, El alazán, Indiecito dormido, El aromo, Le tengo rabia al silencio, Piedra y camino, Luna Tucumana, Los ejes de mi carreta, Sin caballo y en Montiel, Cachilo dormido.

quarta-feira, 30 de janeiro de 2008

Le souverain et la comtesse Bruni

A saga do presidente da França e seu gosto evidente pelo marketing da vida privada, inspira cada vez mais os escritores. Um livro parodiando o reino de Nicolas, mostra a fineza e ironia do escritor Patrick Rambaud no descorticar do pastelão presidencial gaulês.


« Chronique du règne de Nicolas 1er » de Patrick Rambaud

Chronique_Nicolas_Ier.jpg
Un inédit

Pour le «Nouvel Observateur», l’ancien prix Goncourt qui publie sa «Chronique du règne de Nicolas Ier» (Grasset), désopilante et informée, narre le dernier épisode de la vie de la cour élyséenne. S’y révèlent une intrigante séduisante, un cardinal Guéant servile et une Majesté cynique
rambaud.jpgDR Patrick Rambaud

Par Patrick Rambaud

Les choses qui précédèrent et suivirent aussitôt le jour de l’An méritent une sorte de panorama, parce qu’elles servirent de fondement à un chapelet de faits considérables. Sa Majesté devait avant tout effacer la tonitruante visite du Bédouin de Tripoli qui s’était attardé dans Paris, provoquant mille embarras par ses caprices, jusqu’à cette partie de chasse d’un quart d’heure, à Rambouillet, où notre invité ne réussit point à tuer même de très près les faisans malades et le dindon empaillé qu’on lui lança sous le fusil. Selon un principe que nous avons précédemment étudié, un événement éclatant devait recouvrir cet événement pénible, et le ridicule qu’il nous fit subir. Ce fut l’apparition de la comtesse Bruni. Voyons-en les circonstances.

Notre Lumineux Souverain s’était vite réparé de son divorce, même si l’Impératrice se répandait en affreusetés sur son compte, puisqu’elle le peignait en radin, volage, père au cœur sec et sans vraie noblesse. Nicolas Ier n’en avait cure, lorsqu’il rencontra la comtesse chez un vieux publiciste qui ne servait plus guère, sinon à organiser des soupers et les menus plaisirs des puissants qui entretenaient son aisance. La comtesse était naturellement intrigante et avait besoin de se pousser toujours plus avant, aussi voyait-elle le plus de monde qu’elle pouvait. Elle avait beaucoup d’esprit, plaisante, complaisante, toute à tous et amusante. Son esprit était tourné au romanesque et à la galanterie, tant pour elle que pour autrui. Quand Notre Frétillant Leader la vit, elle lui plut fort par ses facilités et son filet de voix rauque, car elle s’accompagnait à la viole pour murmurer des couplets frondeurs:

Je m’imagine qu’il prendra
Quelques nouvelles amantes
Mais qu’il fasse ce qu’il voudra
Je suis la plus galante…

Après avoir feint de résister, la comtesse se laissa emmener au parc de Versailles en secret, puis au parc de M. Disney en public, que dis-je, en foule, avec un grand concours de gazettes mondaines et populaires. Sa Majesté lui offrit une bague identique à celle que portait l’ancienne Impératrice, le modèle Cupidon de chez Dior, et la convia tout exprès dans ses déplacements officiels qui se prolongeaient en courts voyages de noces, car on parla bientôt de mariage, surtout la mère de la comtesse, très présente, qui imaginait sa fille sur le trône. Cette mère était une femme habile, avec un œil de maquignon comme les éleveurs du Piémont qui vont à la foire; elle avait une grosse ambition et une fortune à consolider. Cette alliance du monarque et de la comtesse passionna et intrigua. M. de La Bruyère donna ses raisons: «A juger de cette femme par sa beauté, sa jeunesse, sa fierté et ses dédains, il n’y a personne qui doute que ce soit un héros qui doive un jour la charmer. Son choix est fait: c’est un petit monstre qui manque d’esprit.» Cette fine observation du moraliste ne réussit point à convaincre l’entourage de Sa Majesté.

Les plus politiques, les yeux fixés à terre, et reclus en des coins, méditaient profondément aux suites d’un événement si peu attendu, et bien davantage sur eux-mêmes. Les courtisanes en grâce et en place redoutaient l’intruse, qui allait diminuer pour elle les faveurs de Notre Glorieux Leader, et même, sans doute, les écarter. Il y eut un souffle de panique au Château. Des malveillants prétendaient savoir bien le passé de la comtesse et enfilaient des anecdotes pour éclairer:

«Mademoiselle Bruni, disait l’un, n’avait que 4 ans quand on vit bien que ce serait une beauté extraordinaire…
– Cela se conçoit, disait un autre, mais on ne nous apprend rien.
– Justement si, reprenait le premier, tous la considéraient, sauf son beau-père.
– Il lui avait donné son nom et ne se souciait point d’elle?
Jamais, voilà pourquoi elle devint modèle, pour qu’on l’admire.
– Cela semble anodin.
– Eh non! L’âge des amours venu, elle se mit à collectionner les hommes comme d’autres des poupées ou des timbres; à chaque fois, elle s’empressait de les jeter au-dehors, à demi cassés, pour leur faire payer l’absence paternelle.
- Une vengeance?
- Vous verrez: c’est le Diable! Elle va ficeler Notre Précieux Leader, sans doute avec un enfant, vous verrez, avant de l’écraser aux yeux du monde comme les rock stars, les comédiens, les ministres, les intellectuels, tous les brillants qu’elle a consommés…»

Sa Majesté vivait sur son cumulus, et les médisances ne lui parvenaient point aux oreilles, ni les mines défaites de ses anciennes favorites que soudain on vit moins paraître au-devant de la scène. Au contraire, le Prince devenait farce à tous propos et débitait à ses conseillers des histoires pour lui désopilantes. Un jour, il poussa la porte du cardinal de Guéant, interrompit son travail:

«Et celle de Buffalo Bill, tu la connais ?
– Non, Sire.»

Son éminence mentait, mais il lui fallut supporter pour la douzième fois cette galéjade qui faisait tomber de rire Notre Pétulant Monarque:

«C’est un type qui dit de lancer six pièces en l’air, et avec son colt il les transperce toutes avant qu’elles retombent. On lui demande son nom, il dit: Bill… Buffalo Bill. Alors y en a un autre qui dit qu’il peut remplir six verres en même temps en pissant dedans. On lui apporte les verres, il ouvre sa braguette: il a six queues. On lui demande son nom, il dit: Bill… Tcherno Bill!
– Ah ah, Sire!», fit le cardinal.

Sa Majesté se tordit de rire sur le canapé Louis XV du bureau. Ses proches s’inquiétaient du temps qu’il passait à raconter des histoires de fesses ou des blagues bécassonnes, parce que, dès qu’il reprenait son rôle officiel, il faisait moins rire, Notre Sublissime Souverain. Toujours avide de rompre avec l’ancien régime, il en suivait cependant les coutumes, et lors qu’on s’attendait à des vœux de bonne année différents, il n’en fut rien; même si le temps du discours avait été heureusement raccourci, le texte ne s’élevait jamais au-dessus de la généralité et des formules d’usage. Le parler de Sa Majesté parut mécanique, on crut qu’il contemplait le vide quand il suivait des yeux les lignes écrites qu’on lui présentait, ce qui enlevait du naturel et de la chaleur au ton.

L’année commençait sous le signe de la brutalité, car on voulait réformer les mœurs par la contrainte, et les lois se durcissaient. On poussait les parents à punir leurs enfants, et les fumeurs à s’adonner dehors à leur funeste passion, et on les voyait par grappes au pied des immeubles ou emmitouflés aux terrasses des cafés; cela étonna fort lorsqu’on vit que Sa Majesté, dans une gazette qui faisait chaque semaine sa publicité, allumait un cigare voluptueux dans son bureau doré du Château. Ailleurs, la police intervenait dès qu’un vertueux dénonçait ses voisins, car la délation était désormais encouragée.


Pour demeurer présent et apporter une réponse sur tous les sujets, Notre Sémillant Leader convoqua plusieurs centaines de gazetiers à un jeu de dupes; Nicolas Ier renouait avec une invention maligne de ce Charles Ier qui fonda la Ve dynastie: cela consistait à sélectionner des poseurs de questions, et malheur à l’impertinent puisqu’il ne pouvait pas répliquer et devait s’asseoir, rougissant, pour subir en silence les quolibets impériaux; Sa Majesté en profitait pour éluder les vraies réponses et recourait ouvertement au mensonge. Aurait-il traité le Premier ministre de collaborateur? Non point, jurait-il, mettant au défi quiconque d’en donner la preuve, preuve qui existait dans une gazette du Sud-Ouest. C’est ainsi que le prévôt Joffrin fut souffleté en public à cause de sa comparaison entre les monarchies électives et l’actuelle pratique personnelle du pouvoir. «Bravo! persifla Notre Savant Leader, c’est le roi Chirac qui m’a placé sur le trône? Parce que les monarchies, hein, ça s’hérite.» C’était faux, Bernadotte, roi de Suède, en attestait, et d’autres en Pologne, mais chacun de s’esclaffer lâchement pour plaire.

En vérité, Notre Prince ne parlait plus de sa fonction, mais de son boulot, comme s’il menait le pays à la façon d’une boutique. Il n’aimait désormais plus que l’argent, et des observateurs à l’œil en trou de serrure soulignaient qu’il voulait partout vendre du nucléaire, comme s’il se ménageait un autre métier quand il devrait quitter les sommets de l’Etat, et il emportait en effet des contrats de la sorte en Libye, en Algérie, au Maroc, à Abou Dhabi, aux Emirats du Golfe, en Egypte demain, et demain en Arabie Saoudite. Plus tard, les affaires sauraient le couvrir d’or.

Peu avant sa disparition, le roi Mitterrand avait dit: «Je suis le dernier. Après moi, il n’y aura que des comptables.» La prophétie s’accomplissait. Les chiffres avaient vaincu les mots, et les ministres allaient être notés. La Culture n’y échappait point: un cabinet de consultants en stratégie, Marx Brothers & Co, devait recenser le nombre des entrées gratuites dans les musées, la part de marché des films, le nombre d’heures de programmes culturels à la télévision, l’audience, le volume dépensé pour le patrimoine. Le nombre! La quantité! Il devenait indécent d’évoquer la qualité.

Le vent se mit alors à tourner. Par impatience, puisqu’ils ne voyaient point d’amélioration dans leurs vies, ceux qui avaient poussé Notre Divine Majesté tout en haut lui retiraient peu à peu leur confiance, et l’Impétueux Souverain en parut moins apprécié. Quelle nouvelle singerie nous préparait-il? Des trublions osaient maintenant affirmer que les projets du Prince étaient plus pour lui que pour son peuple, et qu’il ne changeait rien à la maigreur des porte-monnaie.
P. R.

Source: dossier «Pourquoi ils deviennent sarkophobes», «Le Nouvel Observateur» du 24 janvier 2008.

terça-feira, 15 de janeiro de 2008

La herencia de Susan Sontag

En Roma, en 1993 Foto: Reuters



Luisa Valenzuela, Graciela Speranza y Silvia Hopenhayn reflexionan sobre la influencia de la pensadora a 75 años de su nacimiento


Por Valeria Caselles

La pensadora y novelista norteamericana Susan Sontag tenía sus pasiones, gustos y obsesiones. Adoraba recorrer varios cafés neoyorquinos en una sola noche para debatir con sus pares sobre arte, política, filosofía o poesía. Daba igual. Defendía la igualdad de géneros y la libertad sexual de la mujer desde sus escritos y desde la militancia. Festejaba la fotografía; le parecía que tenía una trascendencia social inigualable. Le atormentaban el camino de la enfermedad, las atrocidades de la guerra, y elogiaba generosamente a escritores que, como Borges, la conmovían.

El 16 de este mes, Sontag cumpliría 75 años. Desde 1963, cuando publicó su primer libro El Benefactor , hasta hoy, siguen vigentes sus ensayos, novelas, críticas literarias y hasta sus provocadoras declaraciones contra el poder.

Sontag nació en el invierno de 1933, en Nueva York, y creció en Tucson. Estudió en las universidades de California y Chicago, donde se licenció en Filosofía y Letras, París y Harvard.

En 1963 inició su carrera literaria. Entre sus obras, traducidas a 32 idiomas, cuenta con casi 20 libros, entre novelas, piezas de teatro y ensayos literarios y políticos. Entre las obras memorables de "la dama del mechón blanco" –como a muchos les gusta recordarla-, se encuentran Bajo el signo de Saturno , Ante el dolor de los demás , Contra la interpretación y Sobre la fotografía , entre otras.

La aparición de Contra la interpretación (1968) la convirtió inmediatamente en un referente intelectuale de su generación. Pues el eje del libro es una oposición a la búsqueda de significados en la obra de arte, y la defensa a la intuición para acercarse al arte. Así, Sontag adquirió una reputación de intelectual independiente, capaz de interpretar la vida americana a la luz de las culturas clásicas europeas.

En el lugar justo y en el momento oportuno, esta mujer que se casó, tuvo un hijo (David Rieff), se divorció y tuvo luego experiencias amorosas con otros hombres y mujeres, se volvió una comentarista aguda y capaz de interpretar los conflictos de la cultura occidental de su época.

Cuando la célebre escritora murió de cáncer en 2004, nadie dudó en que su figura, su vida y su obra se harían cada vez más grandes con el paso del tiempo. Se habló de una herencia, de una marca indeleble de esta neoyorquina, dentro de la literatura y el pensamiento de la cultura occidental.

Con el intento de descifrar la herencia que Sontag dejó en el mundo de las letras y a las mujeres, al menos, en este argentino rincón del mundo, adnCULTURA.com le pidió a tres reconocidas escritoras y periodistas locales que escribiesen sobre aquel libro de Sontag qué las marcó en lo personal y en lo literario. También sobre qué tipo de influencia social dejó su estilo combativo y su compromiso político. Así lo hicieron Luisa Valenzuela, eximia escritora, amiga y discípula directa de Sontag; Graciela Speranza, reconocida crítica, narradora y guionista de cine, que entrevistó a la escritora estadounidense pocos años antes de su muerte, y Silvia Hopenhayn, periodista cultural, colaboradora del diario LA NACION, y autora de innumerables artículos de crítica literaria.
Sontag en su departamento de Nueva York, en agosto de 1992 Foto: AP


Susan Sontag, amiga


Por Luisa Valenzuela


"El problema no es que la gente recuerda por medio de las fotografías, sino que sólo recuerda las fotos" escribió en su último libro. A pesar de tantas y tan bellas fotos que hay de Susan Sontag, quienes recibimos el regalo especial de su amistad la recordaremos siempre llena de vida y cambiante. No porque su aspecto físico variara tanto. Sólo después de las sesiones de quimioterapia de su segundo cáncer perdió su vasta melena con el característico mechón blanco. El pelo cortísimo le quedaba bien pero no podía renunciar a ser quien era. "Hay que decirles siempre a las mujeres que sufren esta ordalía que el pelo vuelve a crecer. Los médicos no se preocupan por eso, pero es muy importante" afirmaba, dispuesta a asistir a quienes se aceraran a ella con el mismo problema de salud. Así era Susan Sontag: un ser humano enorme tras la distancia que necesitaba imponer entre su intelecto y sus sentimientos.


Su generosidad intelectual era enorme. Soy un vivo ejemplo: porque le gustaron un par de libros míos que leyó por azar –era apasionada en sus lecturas, "entro a una librería relamiéndome como un chico a una fábrica de caramelos" me dijo alguna vez– mencionó mi nombre en un reportaje publicado en el New York Times en octubre del 80, mucho antes de conocerme.


Yo la admiraba desde muy joven, desde aquella novela traducida como Estuche mortal , donde el protagonista vaga por los túneles creyendo haber matado a un hombre. Eso nos acercó, el túnel por donde vagamos los escritores de ficción en pos de una verdad que nos elude y por eso mismo la búsqueda se hace fascinante y devela inesperados secretos.


Susan quería que se la recordara como novelista. Sin embargo, su mente filosa, inquisitiva, era la de una ensayista que mira al mundo desde los ángulos más insólitos para entender la cara oculta de los hechos.


Nuestros encuentros a lo largo de los años fueron encontrando un cauce que a ambas nos sorprendía. En la gran cocina de su pent-house en Chelsea, Manhattan, o en el restaurante Omen que era uno de sus favoritos, empezábamos hablando de nuestras vidas y derivábamos sin querer a detalles de la cocina literaria.


Primero fueron sus cuentos, como el deslumbrante y polifónico The way we live now ( Tal como vivimos ahora ), después los años de escritura de El amante del volcán , y más tarde los de En América . Susan decía que necesitaba de temas históricos para tener una apoyatura desde donde dejar volar la imaginación.


En Omen precisamente me habló por último de la nueva novela en la que estaba trabajando. Tenía lugar en el Japón en los años 20 o 30.


Tengo ahora un suéter negro de cachemir y seda, muy grande, como la piel de un animal lujoso. Me lo mandó David Reiff, su hijo y colega (como lo llamaba ella), diciendo que Susan habría querido dejarme un legado. Me lo pongo para escribir, en invierno, y no me trae ideas luctuosas sino algún recuerdo radiante. El del último viernes de septiembre 2001, por ejemplo. Yo había viajado a Nueva York para expresarle mis condolencias por el 9/11 a esa ciudad querida donde viví diez estupendos años. Susan entonces me invitó a Rhinebeck, a la chacra de su compañera la fotógrafa Annie Leibovitz. Era un doble festejo, cumpleaños de Annie y su avanzado embarazo. Annie había reunido a amigos, colegas y asistentes para honrar la vida e invitarlos a creer en un mundo al cual aún valía la pena traer niños. Era un día impresionista y la luz reverberaba en el follaje. Ideal para olvidar, si el cielo no hubiese estado tan azul como en el día en que los tres aviones... De todos modos, olvidar no sólo era imposible sino desaconsejable.


Más bien descansar de la presión. Susan Sontag aportaba su esfuerzo: se había puesto una gorra de los bomberos de Nueva York –los héroes del momento– y para dejar por un lado el recurrente tema de Zona Cero, al atardecer ofreció leernos un cuento. Eligió Rip van Winkle , ese clásico de Washington Irving, seguramente porque la acción transcurre por esos mismos parajes encantados cercanos al río Hudson. Y con su bella voz de mezzosoprano, Susan fue desgranando la larga historia del hombre que, tras un encuentro mágico, despertó de lo que creía ser una noche de sueño en la montaña para encontrar que en el mundo y hasta en su propio cuerpo habían transcurrido veinte años.


Fue una lectura también mágica en ese atardecer, y más tarde Susan me invitó a la pequeña casa que habitaba en el predio de Annie. Allí, con vista a un estanque, me habló de su felicidad, de lo bien que se sentía con la llegada de la futura bebé --seré como su abuela, me dijo-- y de lo mucho que estaba escribiendo a pesar de los horrores por los que pasaba su país y las críticas que recibía por haber dicho desde Europa que los EEUU merecían el castigo.


La vi varias veces más, pero así, feliz, quiero recordarla. Leyendo Rip van Winkle . O mejor aún, dispuesta a retornar después de veinte años de un sueño como pesadilla de su ausencia que todos compartimos.


La aventura gozosa del pensamiento

Por Graciela Speranza

Sus primeros libros de ensayos – Contra la interpretación , Estilos radicales , Sobre la fotografía – fueron capitales para pensar la nueva sensibilidad y los cambios sociales y culturales que transformaron las artes y el pensamiento a partir de los sesenta.


Desde entonces, Sontag se convirtió en sinónimo de mujer intelectual con una naturalidad (y una convicción y una gracia) mucho más eficaz para enfrentarse a la dominación masculina que muchas de las reivindicaciones enfáticas de la contracultura, incluidas las del feminismo.


Notas sobre lo camp , Sobre el estilo o La estética del silencio me parecen ejemplos extraordinarios de la lucidez sensual (la "racionalidad apasionada") que inspiran todos sus ensayos.


Aunque quizás la definan mejor, por extensión, sus últimos libros, incluso desde los títulos: Cuestión de énfasis , que reúne sus ensayos de los últimos veinte años, y Ante el dolor de los demás , en el que frente a la violencia y los genocidios de las últimas décadas, vuelve a sus argumentos sobre la fotografía y los rectifica.


Con énfasis oportunos, precisamente, Sontag logró conciliar como pocos críticos culturales su enorme curiosidad y veneración por la cultura europea con una cuota inconfundible de irreverencia norteamericana.


Nunca descuidó la atención al mundo sensible por atender a los imprerativos de la conciencia, y renegó de los papeles vulgares del crítico como constructor de sistemas, autoridad, mandarín, mentor, para reservarse el ejercicio del gusto que implica invariablemente el elogio.


Su novela El amante del volcán me gusta tanto como muchos de sus ensayos. El prejuicio habitual con que los lectores enfrentamos (y comparamos) a la ensayista y la novelista es superfluo.


Sontag pasaba del ensayo a la ficción, de la literatura al cine o al teatro con una naturalidad envidiable, como si en la tensión entre imaginación y razón, entre imagen y palabra encontrara un territorio más libre y una energía estética más ingobernable y más rica. Sus libros son únicos mucho antes de encontrar un género.


De mi encuentro con Sontag en Nueva York me queda el registro de una conversación generosa en la que la felicidad de la experiencia estética y la aventura gozosa del pensamiento se traducían hasta en los más mínimos gestos, intraducibles después en la entrevista. Hacia el final hizo una defensa apasionada de la literatura como forma de ampliación del mundo. "Yo no sería la misma si no hubiese leído a Dostoievsky", dijo, y con el mismo entusiasmo me recomendó dos o tres libros que acababan de publicarse.


Preguntas...


Silvia Hopenhayn


¿Qué libro de Sontag me marcó?


Es una marca extraña, de esas que se desdibujan con el tiempo y reaparecen distintas. Si tengo que pensar en un libro, quizá fue Bajo el signo de Saturno , por su retrato de la tristeza de Walter Benjamin y otros ensayos de profunda lucidez. También me atrajeron sus libros sobre el Sida y el Cáncer, sobre todo por su afán de revelar el poder de exclusión que tienen ciertas enfermedades y el impacto social de las metáforas de las dolencias. Pero así como sus ensayos –también retengo algunos de sus comentarios sobre fotografía– me incitaron a pensar desde distintas perspectivas, no así su ficción, un tanto acaramelada y convencional, para mi gusto, claro.


Creo que Sontag caminó por una cornisa muy interesante y peligrosa; se movía entre lo políticamente correcto y lo académicamente establecido, tratando de producir pequeñas explosiones para derribar viejos prejuicios.


Como crítica cultural, siempre fue muy respetuosa de las obras de arte, de allí que se preguntase, "¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio?"


Su herencia, es la impronta de una intelectual neoyorquina con ganas de ampliar el horizonte cultural y cuestionar los objetos de las ideologías, de manera distinta a Simone de Bauveoir en Francia, pero con parecida intensidad y empeño.


Pienso que su mayor aporte fue revolucionar la mirada, ya sea sobre obras de arte, una fotografía o un campo de batalla, dando cuenta de los modos de construir la percepción ("la ideología del lente"). También rescato su voluntad de amalgamar la nostalgia a una nueva forma de estar en el mundo, denunciando el horror pero sin perder de vista la belleza. Así, logró una difícil acrobacia entre el compromiso moral y el placer estético.


Si tuvieras la posibilidad de tenerla en frente y hacerle una entrevista, ¿qué preguntas le harías y por qué?


Primera: ¿Qué toma y deja del posmodernismo? Como promotora del camp, me parece interesante conocer su posición con respecto a una filosofía tan sinuosa y movediza.


Segunda: Cómo sería el Presidente que le gustaría votar? La participación política de Sontag ha sido polémica y variada, de allí que me gustaría conocer su ideal de gobierno con mayor concreción.


Tercera: ¿Qué páginas arrancaría de su vida o de sus libros? Y etcétera…

segunda-feira, 14 de janeiro de 2008

Efemérides: Beauvoir, Brel e Lévi-Strauss

Fernando Eichenberg

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Caricatura de Claude Lévi-Strauss,
um dos franceses que serão lembrados em 2008



Este início de 2008 sinaliza alguns personagens que serão relembrados ao longo do ano na França por obra de datas comemorativas. O primeiro deles é a filósofa e escritora Simone Beauvoir, ícone do feminismo mundial, cujo centenário de nascimento foi celebrado no último 9 de janeiro. E, como é do gosto dos franceses, não sem alguma polêmica. A controvérsia foi lançada pela capa do semanário de esquerda Le Nouvel Observateur, que estampou em uma foto de página inteira a companheira do filósofo Jean-Paul Sartre de costas, em pé, diante do lavabo, completamente nua, emoldurada pelo título "Simone de Beauvoir - A Escandalosa". A imagem foi feita em 1952 por Art Shay, íntimo amigo do escritor Nelson Algren, na casa deste, o "amante americano" da filósofa, em Chicago.

A associação feminista Choisir la cause des femmes, fundada e também presidida por SB, acusou a capa da revista de "afronta à imagem e à dignidade das mulheres". A discussão reverberou na blogosfera, em posts por vezes carregados de filosofismos como esse: "O surpreendente desta foto é que ela nos exibe um corpo que não temos o hábito de ver. Porque a mulher é uma filósofa e não temos o hábito de considerar que os filósofos têm um corpo. Confusamente, acreditamos ainda que a filosofia é feita de espíritos".

Polêmicas à parte, neste começo de ano prefiro me lembrar da pensadora não por sua furtada nudez ou por algumas de suas equivocadas escolhas políticas, mas por esse trecho de O Segundo Sexo (1949), marco bibliográfico da condição feminina, que, por razões pessoais, me impregnou em uma primeira leitura de jovem adolescente: "Todo sujeito coloca-se concretamente através de projetos como uma transcendência: só alcança sua liberdade pela sua constante superação em vista de outras liberdades; não há outra justificação da existência presente senão sua expansão para um futuro indefinidamente aberto. Cada vez que a transcendência recai em imanência, há degradação da existência no 'em si', da liberdade em facticidade. Essa queda é uma falta moral se consentida pelo sujeito; se ela lhe é infligida, assume a figura de uma frustração e de uma opressão. Ela é, nos dois casos, um mal absoluto. Todo indivíduo que tem a preocupação de justificar sua existência, a experimenta como uma necessidade de se transcender".

No segundo semestre, dois grandes nomes da música receberão destaque. O dia 9 de outubro assinala os trinta anos da morte do grande Jacques Brel, enterrado ao lado do pintor Paul Gauguin nas Ilhas Marquises, na Polinésia Francesa. Para homenagear o cantor e compositor belga, a fundação que leva seu nome prepara o lançamento de DVDs com versões de canções suas interpretadas por outros artistas. Coletâneas desse tipo, diga-se, são sempre um risco. Para lembrar Jacques Brel na da melhor do que Jacques Brel: http://www.youtube.com/watch?v=uEAGoLHMMoA&feature=related.

No dia 20 do mesmo mês será inaugurada na Cité de la Musique, em Paris, uma enorme exposição sobre o bardo francês Serge Gainsbourg, poeta maldito e músico popular-erudito, que, se vivo fosse, completaria 80 anos em 2008. Dele disse sua efêmera amante Brigitte Bardot: "Era uma vez Gainsbourg, príncipe louco de um mundo demasiado restrito para si. Ele escondia sua vulnerabilidade atrás de uma insolente agressividade que, à imagem de seu coração e de sua face, não representava mais do que parte superficialmente visível desse iceberg fervente e generoso". Para o biógrafo Gilles Verlant, Gainsbourg escondia seu imenso pudor poético sob uma máscara de transtornante obscenidade: "O poeta e o provocador. O tímido e o exibicionista. O esteta e o escatológico. O austero e o pornógrafo. O dândi e o vagabundo. O milorde e o vadio. O chorão e o mata-mouros. O farsista e o desesperado. O burlesco e o trágico. O sonhador e o egoísta. O gênio e o falsário".

De Serge Gainsbourg me lembro quase todos os dias, pois sou praticamente vizinho de sua casa, que lá permanece no 5bis da rue de Verneuil como ele a deixou, fechada com seus móveis e recordações e fotografada todos os dias por turistas e fãs, curiosos pelos grafites coloridos pintados em seus muros brancos, constante homenagem de seus admiradores.

Já no final do ano, no dia 28 de novembro, o antropólogo, etnólogo e pensador Claude Lévi-Strauss comemorará 100 anos de vida. Tive a chance de entrevistar o autor do clássico Tristes Trópicos (1955) em duas oportunidades, em 2004 e 2005, na sua sala do Laboratório de Antropologia Social do Collège de France, no chamado Quartier Latin, em Paris. Em um tom nuançado de nostalgia e renúncia, e com uma naturalidade desconcertante, me dizia já não se sentir um homem deste mundo. "Sou pessimista, hoje, em comparação ao mundo que eu conheci e que amei. Esse, sei bem que acabou, não existe mais. Um outro mundo vai tomar o seu lugar, um mundo que eu não conhecerei. Quando nasci havia 1,5 bilhão de homens sobre a Terra; quando cheguei na Universidade de São Paulo, no início da minha vida ativa, havia 2 bilhões; hoje, há 6 bilhões, e daqui a 20 ou 30 anos haverá 9 bilhões. Não é mais o mesmo mundo e eu sinto que não pertenço mais a ele", disse.

Esse foi o final de nosso segundo e último encontro:

Fernando Eichenberg - Quando o senhor diz que caminhamos em direção a uma civilização em escala mundial, se refere a um regime de "compenetração mútua". O que o senhor quer dizer com isso?
Claude Lévi-Strauss - Quero dizer que desde o final do século 18 a civilização ocidental conscientizou-se de que, por meio de seu poder e de sua força, ela se espalhava por toda a Terra e ameaçava a existência de milhares de pequenas sociedades cujas criações culturais, artísticas, sociais e religiosas eram essenciais para o patrimônio da humanidade. Tudo o que podemos fazer é esperar que nessa espécie de síntese que está sendo feita de uma ponta a outra da Terra apareçam novas diferenças, novas originalidades, em formas que não podemos nem imaginar, e que ajudarão a humanidade a continuar criativa. Mas, é provavelmente culpa da idade, não sou muito otimista.

Em Tristes Trópicos, o senhor escreveu: "A vida social consiste em destruir aquilo que lhe dá o seu aroma". O senhor ainda pensa assim?
Infelizmente, sim.

Mas, como o senhor disse à filósofa Catherine Clément, sua colega, "o coração não envelhece".
Eu gostaria de ter certeza disso.


Fernando Eichenberg, jornalista, vive há dez anos em Paris, de onde colabora para diversos veículos jornalísticos brasileiros, e é autor do livro "Entre Aspas - diálogos contemporâneos", uma coletânea de entrevistas com 27 personalidades européias.

Opiniões expressas aqui são de exclusiva responsabilidade do autor e não necessariamente estão de acordo com os parâmetros editoriais de Terra Magazine.Terra Magazine

domingo, 13 de janeiro de 2008

A reinvenção da mulher

Simon de Beauvoir no Cafe Les deux magots - foto Robert Doisneau
No centenário de nascimento, a filósofa francesa Simone de Beauvoir, autora de O Segundo Sexo, é lembrada como pioneira do feminismo moderno

Gilles Lapouge

O Estado de São Paulo

Simone de Beauvoir, morta em 1986, teria completado 100 anos em 9 de janeiro de 2008. Ilustre, companheira de Jean-Paul Sartre, filósofa e escritora, mais célebre na América que na França, ela continua sendo a autora que dividiu em duas a história das mulheres, em 1949, quando disse ao planeta estupefato: “Não se nasce mulher. Torna-se.” Está em seu livro O Segundo Sexo, que será relançado pela Nova Fronteira em março, seguido de Os Mandarins, abrindo a série de reedições da obra da autora, com novas traduções. “A verdadeira mulher é um produto artificial que a civilização fabrica como outrora se fabricavam os castrati. Seus pretensos instintos de coqueteria, de docilidade, lhe são insuflados como ao homem é insuflado o orgulho fálico.” Na Paris efervescente, exaltada e embriagada do pós-guerra, desaba subitamente essa obra filosoficamente poderosa (Beauvoir ficou em segundo lugar no concurso para professora-adjunta de filosofia, atrás apenas de Jean-Paul Sartre, em 1929). O livro foi recebido com vociferações de ódio ou de devoção.

François Mauriac ficou indignado. “Doravante”, disse ele a um colaborador da revista Les Temps Moderns, “eu sei tudo sobre a vagina de sua senhora.” Os comunistas não foram mais inteligentes: O Segundo Sexo provocaria muitas gozações dos operários de Boulogne-Billancourt, eles disseram. E Albert Camus, o amigo Camus, um verdadeiro falocrata impenitente, resmungou: “Ela quis desonrar o macho francês.” A esse concerto de bobagens responde um outro concerto, o de muitas mulheres para as quais O Segundo Sexo abriu a porta da esperança. Vinte mil exemplares vendidos em uma semana. Traduzido para o hindi, o chinês, o russo. Ele se tornou o livro de cabeceira das mulheres, ao lado do admirável Um Teto Todo Seu, de Virginia Woolf.

Quarenta anos se passaram. A violência desse livro se evaporou pela boa razão que o mundo não é mais o mesmo e que a posição da mulher na sociedade, embora ainda esteja longe da igualdade, não é tão aviltada como em 1949, em parte, talvez, graças a Beauvoir. Mesmo as feministas mais radicais de 2007, embora falem com indulgência de “mami Simone”, admitem, como a autora de Queer Zones, Marie-Hélène Bourcier: “Isso não impede que Simone de Beauvoir tenha sido a primeira a mostrar que a masculinidade não estava restrita aos homens, que ela é um signo racial e cultural acessível a todos. E isso é absolutamente revolucionário.” Curiosamente, a figura de Beauvoir permanece em 2008 totalmente iluminada por seu sexo. As pessoas costumam esquecer que ela foi uma romancista de mérito (O Convidado, Os Mandarins, etc.), uma combatente política ainda que tardia (porque, como Sartre até 1945, e apesar da guerra, ela sobrevoou a política sem compreender nada dela), tardia mas corajosa, às vezes, até delirante e tola (URSS, Cuba, Mao Tsé-tung, etc.).

Mais paradoxal ainda: essa mulher, que tantas mulheres louvaram por desvelar o império falocrata de um mundo rudemente masculino, é pela sua qualidade de “apaixonada” que ela hoje irradia. E, primeiro de tudo, apaixonada por Jean-Paul Sartre com o qual forma, ainda muito jovem, um casal fascinante: ela tão bela e tão inteligente, ele tão feio e tão genial. E esse “pacto”: Sartre e Simone decidem que eles vivem um “amor necessário”, mas que isso não os impedirá de ter “amores contingentes”.

Em termos filosóficos, isso está bem formulado para exprimir que eles se deitam a seu bel-prazer, sem ofender o outro, mas com a promessa de contar tudo um ao outro. Por muito tempo esse pacto foi interpretado como algo que beneficiava o homem. Como em filosofia e em literatura, com freqüência se quis fazer de Beauvoir “a sombra de Sartre”, emprestou-se a Sartre uma liberdade sexual desregrada, enquanto a antiga jovem burguesa Simone, por mais revolucionária que fosse, ficaria paralisada por seus interditos e princípios.

Sua maneira de ser já o sugere: bela, mas “vestida como o ás de espada”, com aquele turbante nos cabelos, aqueles tecidos ásperos, aquela voz seca, desagradável. Tudo indica a ascese, o recato, o rigor moral, a austeridade. Nenhuma vertigem, nenhum romantismo.

Nada mais falso, porém. Curiosamente, depois de sua morte, uma nova Beauvoir se revela. É o caso de dizer: uma mulher “apaixonada”. Ela vive oito anos com Claude Lanzmann, autor de Shoah, fica louca pelo “pequeno Bost”, um antigo aluno de Sartre. E tem uma aventura americana com o belo Nelson Algren, o escritor de Chicago que ela “ama com todo seu corpo” e que não compreende nada dessa casuística dos “amores necessários e dos amores contingentes”. “Por aqui, as prostitutas chamam isso simplesmente de programa”, ele resmunga. Bobo ele não era...

Ela, ligada por completo à sua presa, promete a Algren, nos anos 1950 (muito depois de O Segundo Sexo, portanto): “Serei boazinha. Lavarei a louça, eu própria irei comprar os ovos e o bolo com rum, não tocarei em seus cabelos, em suas faces ou seus ombros sem autorização. Jamais farei coisas que você não gostaria que eu fizesse.” A gente esfrega os olhos. Será a autora de O Segundo Sexo, aquela que despertou milhões de mulheres, que as desvairou, que as lançou na liberdade e na revolta, a mesma que escreveu essas frases de costureirinha, de esposa boa e obediente? Sim. É a mesma. Pasmo geral.

E isso não é tudo. Simone, longe de se contentar com amores masculinos, muitas vezes agiu como uma amazona, ávida pelos corpos de mocinhas. Ela ensinara filosofia. Uma professora dos sonhos. Ela se interessa pelas boas alunas, contanto que fossem bonitas. Olga é seduzida, depois Wanda, depois Bianca. E depois... Será que ela as amava? Ou será que vivia aqueles “amores contingentes” para agradar ao “amor necessário”, a Sartre? Uma delas mais tarde se vingou: “Descobri que Simone de Beauvoir pescava nas suas classes de garotas uma carne fresca que ela provava antes de a entregar, ou seria o caso de falar ainda mais grosseiramente, antes de arrastar para Sartre... No fundo, eles eram voyeurs.” Nada brilhante. Mas essa frase talvez seja a vingança de uma amante rejeitada. Mas esse gosto pelas mocinhas é incômodo da parte de uma Simone de Beauvoir que sempre negou ser homossexual ou bissexual. Essa omissão, essa negação, é lamentável, sobretudo partindo de uma pessoa que sempre se jactou de nunca mentir, de estar acima da mentira, e que sempre aceitou passar por “escandalosa”. Por que esse silêncio sobre as garotas? Tudo isso compõe uma figura vasta, cheia de contrastes. Admirável e heróica até, poderosa, muito frágil, marcada por uma divisão, loucamente tolerante e ciumenta até a loucura, austera e desvairada.

Compreende-se que um quebra-cabeça com tantas peças possa causar perplexidade. Sobretudo para as mulheres. E entre as mulheres, sobretudo para as feministas, algumas das quais rendem homenagem eterna àquela que situam no limiar mesmo da revolução feminina do século 20, enquanto outras a tratam como uma “boa mulher” ultrapassada. Diz Antoinette Fouque, das Éditions des Femmes: “Se ser feminista é querer ser um ‘homem como outro qualquer’ como queria, de fato, Beauvoir, então não, eu decididamente não sou uma feminista.” Uma foto levou ao auge o furor de algumas feministas. Le Nouvel Observateur publicou um retrato de Simone. Uma Simone nua, totalmente.

Cólera de algumas variantes de feministas. Vergonha sobre Simone de Beauvoir. Nós a vemos de costas, no banheiro de um hotel de Chicago (na época de Algren) nos anos 1950. Diante de seu espelho, de costas. Ela levanta seus cabelos. O talhe é fino, arqueado, elegante. Para mim, ela pareceu muito bela, mas, claro, trato de ficar quieto.

TRADUÇÃO DE CELSO MAURO PACIORNIK

sábado, 12 de janeiro de 2008

No sex last year


Agnès n’a pas fait l’amour depuis un an. Elle se dit «en manque» mais aucun homme ne lui plait suffisamment. Aurélien n’a pas fait l’amour depuis un an et demi. Les deux femmes de sa vie, ce sont ses filles, qu’il élève seul depuis son divorce. Agnès et Aurélien font partie de ces «abstinents», les chômeurs du sexe, qui racontent leur histoire dans No sex last year.

La vie sans sexe ? Cela concerne beaucoup de monde en France : selon un sondage Ipsos de 2004, 25% des Françaises et 10% des Français déclarent vivre dans la solitude sexuelle. Certains se sentent laissés pour compte. D’autres se définissent comme des abstentionnistes. Quand le journaliste David Fontaine (au Canard Enchaîné) découvre cet inquiétant phénomène, il décide d’enquêter. Six femmes et six hommes se confient à lui. «Ils m'ont raconté leur histoire avec confiance, et j'ai voulu la respecter. L'idée était de de m'abstenir de tout jugement, car j'ai très vite pris conscience de ce que la situation des abstinents involontaires, des gens qui traversent une phase sans sexe dans leur vie à leur corps défendant, est très stigmatisée socialement, comme le montrent des expressions courantes comme "mal baisés", "frustrés", "misère sexuelle", etc.»

Au cours d’entretiens non-directifs, David Fontaine recueille donc les témoignages de 12 personnes qui ont connu une période «sans» d’au moins six mois consécutifs entre 30 et 39 ans. Six mois, c’est la durée à partir de laquelle le fait de n’avoir plus de relation sexuelle commence à inquiéter, à alerter, et dans certains cas, n’est plus vécu comme un simple accident transitoire… Concernant les couples, six mois, c’est la durée retenue par l’Eglise pour caractériser la non-consommation pouvant conduire à l’annulation du mariage. Du point de vue thérapeuthique, six mois sans rapports, c’est aussi le délai critique à partir duquel les sexologues parlent de «couples en crise».

Dans No sex last year, Julien, Pascale, Fumiko, John ou Florence avouent avoir traversé des périodes bien plus longues. Pascale, par exemple, affiche à son «palmarès» dix ans d’une vie sexuelle «quasi inexistante». Elle est «avenante, très sociable, petite, un peu ronde, un sourire pétillant derrière ses lunettes» et la seule chose qui cloche avec elle, c’est qu’elle ne se masturbe pas. Jamais. Ce mot même la gêne. «J’ai entendu dire que ça se fait, mais pour moi, les caresses, ça se fait à deux», dit-elle. Autre exemple : Olga, —réalisatrice de 33 ans «qui parle d’abondance, sans tabou, parfois même très crûment, et ponctue ses longues tirades d’un rire enfantin et communicatif»—, n’a pas fait l’amour depuis quatre ans et demi. Pourquoi ? Elle veut toujours faire jouir l’autre, sans s’occuper de son propre plaisir. Au point d’escamoter son orgasme… qu’elle simule avec art.

John, lui, «œil bleu sombre, le regard franc, très grand et d’allure athlétique», explique ne presque plus pratiquer l’amour physique depuis quatre ans (sauf avec «des putes») parce que «les femmes ça prend trop de temps». Houellebecq, évidemment, il a lu : «C’est un des seuls écrivains honnêtes qui ait osé dire la vérité.» Quant à Pierre, écrivain, grand sentimental, il a fait sa traversée du désert après un divorce : un an sans sexe, parce qu’«il ne peut faire l’amour que lorsqu’il est très amoureux»…

Dans ce livre conçu comme une plongée ethnologique dans les ténèbres du désir, chaque témoignage reste unique. Impossible de tirer aucune conclusion de No sex last year. Impossible de se dire «ça ne m’arriverait pas à moi». Il suffit d’un compagnon castrateur et manipulateur. Il suffit d’un accouchement difficile. Ou d’un viol. Ou tout simplement d’une longue période de déprime.

«J’ai rencontré des gens qui trouvaient intéressants que l'on parle d'eux pour montrer qu'ils ne sont pas isolés et exceptionnels, explique David Fontaine. Malgré le tabou qui pèse sur eux, sur leur situation très dépréciée dans une société de consommation sexuelle où il importe de paraitre dominant, performant, en pleine santé érotique (message indéfiniment répété par la pub et les médias, voire par l'art aussi), ils existent, et souvent ils vivent plutôt bien leur situation, et ne sont pas si malheureux que la société voudrait nous le faire croire. Ils ont bien compris mon optique qui était non militante, mais de les respecter, voire de les réhabiliter, en donnant à lire des témoignages rassurants aux lecteurs pouvant se dire : "Ah, je ne suis pas tout seul dans cette situation..."»

Malgré tout, No sex last year ne fait pas l’éloge de l’abstentionnisme, ni de la chasteté volontaire et encore moins de ce phénomène foireux qu’est l’asexualité (l’absence de tout désir revendiquée comme un droit). Rien de défaitiste dans ce livre, qui joue plutôt le rôle d’un coup de fouet : réveillez-vous. Deux semaines après s’être confié à David Fontaine, un des témoins —Sylvain— revient, «transformé, radieux» annoncer qu’il a trouvé l’âme-soeur. Comme quoi il suffisait d’en parler. On ne parle jamais assez de sexe.

No sex last year, de David Fontaine, éditions Les Petits Matins, en coédition avec Arte Éditions, inclut un CD audio gratuit d’Arteradio.com, 172 p., 18 euros.

Post scriptum de David Fontaine : "Oui, souvent, le simple fait de témoigner leur a permis de voir plus clair. Il n'était pas rare que le témoin, lorsque je lui demandais depuis combien de temps il n'avait pas fait l'amour et que j'insistais pour dater les choses, se mette à compter sur ses doigts, et me dise : "Ah tout de même, huit mois", ou bien : "trois ans en trois périodes sur les cinq dernières années" et prenne alors conscience qu'il s'était installé dans une situation durable. Parfois, l'entretien a même semblé avoir des vertus libératrices, car certains ont fait des rencontres fructueuses peu après... Ce qui prouve bien, une fois de plus, que "Parler pour parler est notre seule délivrance", selon un mot que je trouve très beau du poète romantique allemand Novalis." Fonte Blog 400 culs.

Carta a Simone de Beauvoir


Eu sei que o texto é longo e está em castelhano, porém vale a pena fazer o esforço e ler esta magnífica carta desmistificadora e cheia de amor por Simone de Beauvoir. Um percurso feroz sobre a vida e as obras deste ícone do feminismo. Boa leitura.

Aniversario Precursora del feminismo

A cien años del nacimiento de la autora de El segundo sexo (1908-1986), la escritora argentina, Alicia Dujovne Ortiz, analiza la obra literaria y el pensamiento de su colega francesa con ironía y duro espíritu crítico no exento de gratitud

J.P. Sartre e Simon de Beauvoir

Sábado 12 de enero de 2008 Publicado en la Edición impresa adncultura*com

Chère Simone:


Es evidente que no le escribo para obtener respuesta. No solo porque usted está muerta desde 1986, sino porque, si viviera, me contestaría inevitablemente como acostumbraba hacerlo, instándome en dos líneas, secas pero amables, a “proseguir por ese camino”. Algo similar a lo que respondía su colega Victoria Ocampo -cuyo nombre no sé si le suena o si le hubiera sonado en vida-, cuando un autor desconocido le mandaba un libro y ella se apresuraba a responder con la consabida fórmula: “Gracias, lo leeré con atención”. De todos modos, y por motivos distintos, a ninguna de las dos, mientras formaron parte de este mundo, les he escrito jamás.


Mi verdadero problema es haber llegado tarde. Y no precisamente por mi edad: usted ha tenido una influencia decisiva en cientos o miles de mujeres de mi generación, para quienes tanto El segundo sexo como sus obras autobiográficas han sido la revelación de sus vidas. ¿Por qué no lo han sido para mí? Porque no yo, sino mi madre, Alicia Ortiz -escritora feminista y comunista que influyó en mi formación de modo tan determinante como usted en la de mis compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la de Viamonte al 400-, fue su apasionada, aunque crítica lectora desde los años cuarenta. Mientras muchas de esas chicas, en los años sesenta, se disfrazaban de usted con turbante y todo, así como los muchachos se disfrazaban de Sartre con la pipa en la boca, para mí Simone de Beauvoir resultó una lectura de segunda mano. En esto no hay virtud, ni tampoco pecado: me limito a comprobar que así fue. Quizás haber podido desprenderme de los tabúes de la burguesía tal como usted lo ha hecho, y admirarla por eso, me habría facilitado la vida al permitirme compartir descubrimientos y rupturas dentro de mi propio tiempo. Pero la que se adelantó a desprenderse de esos tabúes fue mi mamá.

Los últimos días la he estado releyendo con un objetivo concreto: establecer con usted una relación personal, ya no por vía materna sino cara a cara, para tratar de percibir los motivos por los que nunca la he querido. Esto se lo puedo decir de frente: usted ha sido la primera en dejar a un lado todo guante blanco en la expresión de los sentimientos, haciendo públicos los detalles de su propia vida como parte de una empresa ejemplificadora que quería decir: “Mujeres, libérense, hagan como yo”, pero también los pormenores del horroroso cáncer intestinal de su madre en Una muerte muy dulce , o los de la penosa senilidad de Sartre en La ceremonia del adiós . Desde el momento en que usted misma decidió contar las cosas con absoluta brutalidad, sin tomar en consideración el efecto que su franqueza podía producir en los otros, nos ha dado permiso para acabar, al menos a su respecto, con ese otro tabú que significa el temor a causar pena. Puedo entonces declararle sin ambages que usted no ha estado nunca en mi corazón, y que esta relectura me ha permitido comprender por qué.

Mencionar los tabúes de la burguesía equivale a decirlo todo. En sus Memorias de una joven formal , que abarcan sus años de infancia y juventud, usted describe un mundo codificado que no deja margen para la improvisación. También el surrealismo de los años veinte y treinta había surgido como reacción frente a la previsibilidad burguesa. El existencialismo sartreano de los años cuarenta y cincuenta enarboló nuevas banderas; pero ninguno de los dos habría podido nacer en el seno de pueblos desprolijos. Ambos provinieron de una existencia tan encorsetada, que la única salida, para seguir con la imagen, consistió en irse arrancando las ballenitas de la faja sin perdonar ni una. No soy una adoradora ferviente de Fidel Castro ni mucho menos, pero debo reconocer que cuando Sartre y usted fueron a visitarlo a Cuba, los captó en un relámpago. Creo que usted nunca supo lo que él opinó acerca de la pareja revolucionaria que agitaba el oleaje de la liberación a través del mundo: “Burgueses de París”.

Algunos rasgos de su personalidad que aparecen en esas Memorias… merecen análisis. Desde su más tierna infancia, usted estuvo convencida de ser “la Única”. Es así como lo escribe, con mayúscula y con un leve atisbo de autoironía que nunca va muy lejos. Cuando nació su hermanita, Hélène, apodada Poupette, usted sintió que ese bebé le pertenecía, pero sin contrapartida posible: usted no era poseída por él. Aunque Hélène, destinada a ser pintora (y a quien la tierra se le abrió bajo los pies cuando la publicación de los escritos póstumos de su célebre hermana mostraron el poco aprecio en que ésta la tenía), le haya quitado el rango de hija única, nunca logró moverla del merecido sitial en donde la familia la había colocado a usted. Su inteligencia superior la elevaba por encima de toda regla. En ese universo regido por un orden estricto, la pequeña Simone (usted misma lo cuenta como si el recuerdo aún la deleitara) poseía a los otros. Para que ese dominio quedara claro, a la menor contrariedad se alzaban unas tremendas rabietas a las que nadie ponía límite. Apenas si una vez un tío, harto de sus alaridos, le encajó uno de aquellos sopapos que las señoras de barrio (me refiero al barrio porteño) llamaban “santo remedio”. En efecto, al menos aquel berrinche se acabó como por arte de magia. Sin pretender rendir honores a una educación basada en semejantes medicinas, acaso sea de lamentar que ese tío no haya frecuentado su casa más a menudo.

A los quince años ya sabía que iba a ser una escritora famosa. Sus padres habían sufrido un revés económico (a causa de la quiebra de su padre, la dote de la madre se había evaporado sin dejar rastros) que condenaba a las hermanas Beauvoir a hacer estudios en vez de casarse tranquilamente como cualquier jovencita bien… dotada. Georges de Beauvoir, abogado y aficionado al teatro, no era ningún ignorante. Para él no había oficio más bello que el de escritor, y su hija mayor, la inteligente, que, con toda evidencia, ejercería esa envidiable profesión, le parecía tan extraordinaria, que solía dispensarle el máximo elogio: “Tienes un cerebro de hombre”. Si bien usted no compartía sus gustos (él adoraba a Maupassant, al que usted detestaba), contaba con la admiración y con la bendición paternas para continuar sus estudios hasta el grado más avanzado. Diplomas de literatura, de griego, de latín, de matemática, de filosofía, a su padre todo le parecía lógico tratándose de usted; más lógico que a la madre, que sentía una mezcla de vanidad y de rivalidad en relación con esa hija demasiado estudiosa. ¿Entonces por qué, apenas unos años más tarde, ese mismo padre que se enorgullecía de sus éxitos comentaba con despecho: “Simone anda de farra en París”?

La respuesta figura al trasluz en la primera de sus obras que la llevó a la fama de modo tan súbito como fulgurante: La invitada , publicada en 1943. Un texto de ficción, de inspiración autobiográfica, cuya protagonista, Françoise, joven intelectual emancipada que frecuenta los bares de Montparnasse, rodeada por un grupo de amigos y amigas a los que ella posee , invita a una pobre chica provinciana “inexistente” a compartir su vida en París. Cuando, al comprender que ha sido usada, la pequeña Xavière, que se ha dejado seducir por dos amantes de su temible protectora, reacciona como cualquier persona con derecho a enojarse, Françoise se pregunta “cómo puede existir una conciencia que no sea la suya”. Si la otra existe, entonces ella misma deja de ser. ¿Qué solución puede quedarle, sino elegirse a sí misma, eliminando físicamente a Xavière?

Los lectores de esta carta, a los que ruego no asustarse más de la cuenta (a diferencia de Françoise, usted nunca asesinó a nadie, al menos que se sepa), quizás lo hayan adivinado ya: uno de los personajes masculinos de La invitada representa a Jean-Paul Sartre, al que usted conoció en la Sorbona y con el que viviría una relación mítica hasta el final de sus días. Sartre era el hombre ideal: un igual, léase un genio, aunque dos años mayor y ligeramente más avanzado que usted en el terreno intelectual, “como un atleta algo más entrenado”. Con un hombre como ése podía firmarse un pacto, perdón, un Pacto. El fue el “amor necesario”. Los otros y las otras (salvo el norteamericano Nelson Algreen, al que usted le escribió trescientas cartas que se cuentan entre lo más sincero y divertido que salió de su mente, por no decir de su alma) fueron “amores contingentes” que el Pacto permitía, mejor aun, estimulaba. Entre la necesidad y la contingencia, el grupito de alegres camaradas, autodenominado “la familia” y unido por los lazos de la inteligencia y del sexo, se complacía en desarrollar las mismas figuras coreográficas que poco antes habían imaginado Picasso y los surrealistas durante sus vacaciones en la Costa Azul. Sin embargo, la “familia feliz” de Picasso y sus amigos estaba formada por hombres creativos desde todo punto de vista y por mujercitas que, como Xavière, se sometían a una moda: el intercambio de parejas. Una moda según la cual los celos representaban un sentimiento antediluviano. Mientras que plegarse a ese comportamiento ultramoderno significaba para ellas tragarse las ganas viscerales de armar escenas como en la época de las cavernas, para usted, chère Simone, tener una “familia” significaba ser la directora, o pensar que lo era.

Claude Lanzmann, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, ante la imponente imagen de la Esfinge
Foto: Bettmann / Corbis


La invitada , publicada en plena guerra (cuando el Dôme, La Coupole o el Select de Montparnasse, y el Flore o el Deux Magots de Saint-Germain intentaban resistir, oponiendo al nazismo la libertad de costumbres), representó la actitud vital de una juventud desengañada que deseaba embriagarse probando lo más diversos alcoholes (con cierta malignidad podríamos decir que la resistencia de esos jóvenes, a diferencia de otros que fueron al maquis , para no mencionar a otros más que fueron a Auschwitz, consistió en hacer fiestas donde por toda cena comían porotos). Pero su gran obra, El segundo sexo , vino cinco años después, en 1949, y surtió el efecto de una bomba. Una bomba poderosa, más de lo que lo habían sido las alemanas que, de todas maneras, y Vichy mediante, nunca llovieron sobre los techos de París.

Es necesario colocarse en una perspectiva histórica para medir el impacto de El segundo sexo . La frase parece sacada de un manual de literatura pero resulta cierta. Nunca hasta ese momento, un libro sobre las mujeres escrito por una mujer había conocido semejante repercusión. Desde los años treinta, en Francia se estaba desarrollando una política familiar que impulsaba la natalidad. Tanto la izquierda como la derecha se declaraban natalistas. Y de pronto salía usted a echarlo todo por tierra, no solo con su defensa del aborto (que sería legalizado en los años setenta por su tocaya, la ministra Simone Veil), sino con su negación del instinto maternal que, a su entender, aliena a la mujer, y con su discurso claro y preciso sobre la ignorancia de la sexualidad en que vivían las jóvenes de su tiempo; las burguesas, se entiende. Usted se atrevía a hablar en voz bien alta de “esas cosas” que las chicas solo se murmuraban al oído. Usted osaba decir: “Si hoy ya no hay feminidad, es que nunca la hubo”; “No se nace mujer, se lo deviene; el conjunto de la civilización elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino”; “La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa: no se debe concluir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas” o bien “En sí misma la homosexualidad es tan limitativa como la heterosexualidad; el ideal debería ser poder amar tanto a una mujer como a un hombre, a cualquier ser humano, sin experimentar ni miedo, ni presión, ni obligación”.

Como no podía ser de otra manera, el mundo se desencadenó en su contra o le abrió los brazos. François Mauriac escribió a Les Temps Modernes , la revista que usted había fundado junto a Sartre, para manifestar un machismo troglodita del que no se lo creía capaz: “Ahora lo sé todo sobre la vagina de su patrona”. Otros la amaron. Imposible mantenerse equidistantes. Aun en la hora actual, esas frases de El segundo sexo , conciten o no nuestra adhesión, nos espeluznan por su coraje. Sin duda pronunciarlas fue necesario, no porque todas ellas contengan la verdad, sino por su potencia renovadora, por el sacudón que significaban, por su incitación a pensar tal como nunca se había pensado antes. Ese fue su gran libro, Simone, su batalla ganada. Si lo pongo en pasado, es porque tal vez la evolución de las costumbres, lograda en buena parte gracias a él, le haya jugado en contra. Es un libro al que ahora le miramos la fecha. Ya en las décadas del sesenta y del setenta muchas feministas lo habían comprendido. Por eso reaccionaron valorizando “lo femenino”, que no es ni lo castrado, ni lo sometido a la envidia del pene de la que hablaba Freud. Hoy resulta difícil acompañarla a usted en su idea de que no se nace mujer, de que la sociedad distribuye papeles y a algunos de nosotros nos toca ese. Más seguras de nosotras mismas de cuanto lo estuvieron aquellas verdaderas víctimas consagradas a la maternidad como único destino, que vieron en su libro abrirse una ventana, las que podemos hacerlo hemos integrado un feminismo que lucha por la igualdad de oportunidades, pero que también tiene ovarios.

Su empresa autobiográfica comenzó en 1958 con las memorias ya citadas y continuó con La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas , por no mencionar sino esos. Libros en los que me es todavía más difícil seguirla, cincuenta años después. Ilustrar con su propia vida lo que se debe pensar sobre el sexo no es el mejor camino para lograr adeptos definitivos. Su famosa frase sobre la bisexualidad, preferible, en su opinión, a la hetero o a la homosexualidad, caracteriza la soberbia que recorre la totalidad de su obra. Usted era bisexual, de acuerdo. ¿Pero por qué no admitir que las otras dos opciones también existen, y que cada cual elige la que mejor le cae? Bien mirado, la “imitación de Simone”, en el sentido en que se dice la “imitación de Cristo”, obliga a inclinarse ante una ley bastante menos libre de lo que pareciera.

La estoy sintiendo sonreír desde su altura, Simone. ¿Acaso supone que mis palabras están dictadas por la moralina? Desengáñese: lo que las dicta es, en primer lugar, el respeto por una sexualidad espontánea que no necesita notas aclaratorias al pie de página, y, en segundo, la escasa estima por las experiencias sexuales de tipo voluntarioso. Antes que usted, Colette hizo de su preciosa vida lo que le vino en gana. Lo hizo con gracia y con deseo. Un auténtico deseo, igual al de Marguerite Duras, con su existencia tormentosa que ella vivió como pudo, en carne viva y a los saltos, sin volverla doctrina; o al de Marguerite Yourcenar, gran señora y apacible ama de casa que cohabitó con su amiga en una isla de la costa norteamericana, sin pretender dar lecciones de homosexualidad. Tres mujeres libres así nomás, porque sí, más ejemplares aun puesto que al ser estrellas, no fueron dogmas vivientes. Aquí debo agregar algo que quizás le borre la sonrisa. Toda comparación es odiosa, pero la libertad de estas tres -la sensualidad de Colette, la solidez de Yourcenar y el aliento entrecortado de Duras- ha dado por resultado obras insuperables dentro de la literatura del siglo XX. Quién sabe si no será que a ellas las amo porque escribían maravillosamente, y si en el fondo mi reproche para con usted no consiste en que ni una sola de sus páginas me llena la boca de esa saliva deliciosa que a veces provoca la escritura.

Imposible no aludir a sus cartas, en especial las dirigidas a Sartre, publicadas después de su muerte por su hija adoptiva, Sylvie Le Bon, en las que usted, con una arrogancia típica del peor sexismo, se burla de las amantes compartidas. Equipararse con el hombre supuestamente querido, y ciertamente admirado, subiéndose a su mismo pedestal para observar desde arriba a esas pobres mujercitas a las que ambos despreciaban por su debilidad, creyendo salvarse así de la “condición femenina” (y de paso, impidiendo que Sartre se le fuera de veras con alguna de ellas), ¿es eso ser feminista? En la pluma de un hombre, sus mismas observaciones llenas de detalles humillantes sobre las características íntimas de esas mujeres deshumanizadas y vueltas objeto serían insoportables; escritas por usted, resultan casi patéticas, como si dibujaran por el reverso una verdad escondida que pugna por ser dicha. ¿Pero la verdad de qué? ¿De un dolor? Al final de su carrera, en uno de sus últimos libros de los que, por desgracia, no puedo dar la referencia (quizás la aterradora La ceremonia del adiós) , usted escribió: ” J ai été flouée “. He sido engañada o he caído en la trampa. ¿En cuál? ¿En la de Sartre? ¿En la de su propio orgullo? Sea como fuere, Simone, por esa sola confesión usted merece que se le saque el sombrero.

Escrita en 1968, La mujer rota es una novela de tesis sobre la abnegada esposa que sufre y espera, donde por instantes asoman acentos de convincente desesperación. ¿Los imaginó usted o los vivió en carne propia? La pregunta no cabe, sobre todo referida a esa fecha temprana: si alguna vez, ya por aquellos años, usted se hubiera sentido ” flouée “, no se lo habría dicho ni a su almohada. Su relación con Sartre debía aparecer a ojos de todos como “el más perfecto de los éxitos”, y su Pacto le prohibía sufrir. Así pues, quizás para endilgarle los sentimientos bochornosos que en usted misma rechazaba, eligió como protagonista a una de esas mujercitas a las que nadie habría podido confundir con usted.

Basada en un esquema demasiado visible, la historia es más un alegato sobre la estupidez femenina que un relato creíble. La heroína, de cuarenta y cuatro años, no ha hecho otra cosa en su vida que ocuparse de su marido y de sus hijas. No tiene profesión. Las hijas ya se han marchado. El marido tiene una amante y se lo dice. Las amigas le aconsejan aguantar con una sonrisa y ella lo hace. “Ya va a volver”, le aseguran, y ella sigue aceptando lo inaceptable y esperando lo imposible. Minuto a minuto, marido y mujer negocian las vacaciones en la montaña, los fines de semana, las horas del día y de la noche que les tocan alternadamente a la esposa y a la amante. Y la esposa va cediendo terreno hasta que ya no le queda nada.

Moraleja: la única, perdón, la Única a la que esas cosas no le pasan es la que se ha librado de la fatalidad ovárica, dirigiendo la batuta de las infidelidades en lugar de sufrirlas. La idea de que la infidelidad no sea inevitable, o de que tampoco lo sea el soportarla, con o sin batuta, a usted ni se le ha pasado por las mientes, Simone, por la sencilla razón de que la infidelidad formaba parte de su medio. Su madre la aguantó hipócritamente con la sonrisa de marras. Usted la instrumentó con un gesto de domadora que tuvo la virtud de la franqueza, pero también un defecto, para mí grave: el de cosificar a sus rivales para evitar que lo fueran. Si me permite una opinión, discutible como todas, hay amores más sanos y soluciones más dignas, que consisten en cortar… por lo sano. Es cierto que esto lo escribo en los albores de 2008, cuando en la mayor parte de los países a los que consideramos avanzados, y que realmente lo son en relación con el tema, un alto porcentaje de divorcios es solicitado por la mujer. ¿Cómo negar que usted, en ese proceso, ha tenido una inmensa intervención, pero también cómo cegarse ante el hecho de que los ejemplos que nos presentaba carecían de ese elemento “antediluviano” al que no he vacilado en llamar dignidad?

Esa mujer rota de solo cuarenta y cuatro años se siente vieja. Es que el tema de la decadencia física y mental a usted la ha obsesionado desde siempre, Simone. Así llegamos a uno de sus libros más terribles, La vejez , escrito dos años después de la citada novela y donde se siente como nunca la ausencia de ese otro elemento al que llamaré cariñoso. La falta de cariño la conduce a subrayar lo repugnante. ¿Una gran escritora, situada tan por encima de nuestras cabezas, cómo habría podido aceptar la chochera de Sartre ni la abyección de la ancianidad? Semejante crudeza vuelve su ensayo agudo y, a la vez, injusto. Su descripción de la decrepitud se limita a ser exacta, lo que, del modo más curioso, empobrece las ideas y hasta les resta veracidad. Esa realidad que usted pensó poseer a partir de una visión sin concesiones, de una crueldad quirúrgica, se niega a ser entendida a fuerza de escalpelo.

A esta altura de los acontecimientos me pregunto si responder al llamado de sus vísceras no bajará los humos (cosa que yo, personalmente, celebro). Aunque ni la maternidad, ni ese placer al que considero espontáneo cual margarita silvestre obedezcan al mínimo dictamen, acaso permitan, entre muchos otros caminos posibles, alcanzar cierto nivel de sabiduría de naturaleza no doctrinaria. Una relación teórica con el cuerpo, como no dudo ni un instante que haya sido la suya, solo le permitió gritar su indignación porque un buen día, su genial compañero cometió la infracción de babearse la corbata (bonita forma de escapársele por la tangente, tan luego a usted), o porque los viejos son feos y se hacen en los pantalones.

¡Ay, Simone! Hay que haberse vuelto un poco más humilde para percibir en el viejo o en el débil la chispa de humanidad. Es claro que a usted no se le puede pedir lo mismo que a su otra tocaya, Simone Weil (no la mujer política, sino la filósofa judía convertida al cristianismo, que murió de hambre durante la guerra por compartir las privaciones de los obreros). En la Facultad de Filosofía donde Weil también cursaba sus estudios, la futura autora de La gravedad y la gracia apenas si le concedió una mirada sobradora en la que usted leyó, sin saberlo, la misma palabra de Fidel, varios años después: “burguesa”. No, Simone, usted nunca fue mística ni tuvo por qué serlo; pero sospecho que si jamás se ha experimentado en la propia osamenta una pizca siquiera de lo que sufren los otros, debe costar ponerse en su lugar, sobre todo cuando incurren en la intolerable flojera de ponerse achacosos. Aunque, seamos justos: dado que usted ya no era joven cuando escribió ese libro, debemos concluir que su dureza para con los demás fue la misma que empleó para con usted misma, porque la rigidez de sus principios no la dejó ser tierna ni con Simone de Beauvoir.

En el discurso que pronunció el día de su entierro, tan multitudinario como el de Sartre, Elisabeth Badinter, que más tarde sería ministra de Justicia, exclamó: “Mujeres, ustedes se lo deben todo a Simone de Beauvoir!”. Estas palabras leídas hace poco me han dejado pensando. ¿Serán ciertas o no? Y de pronto me doy cuenta de una cosa: el exceso de furia que me ha atacado contra muchas de sus actitudes tiene que ver con un sentimiento de familia. No de la suya, la sexual, sino de la ideológica en su sentido más vasto. Es por sentirla próxima y no ajena que reacciono con rabia. Una rabia similar a la que se siente por una tía gruñona y cascarrabias a la que tuvimos muy cerca, demasiado, tanto que nuestra máxima ambición ha consistido en desembarazarnos de ella. Ahora que ya está; ahora que hemos escuchado a los budistas cuando aconsejan “matar al Buda”; ahora que, en una palabra, nos la hemos sacudido de encima, supongamos que usted regresara a la vida y que tuviera acceso a las estadísticas actuales sobre la violencia familiar, sobre las mujeres golpeadas y masacradas en el mundo entero, y no solo en las sociedades tradicionales sino en las avanzadas, en España, en Francia, en Inglaterra. Supongamos asimismo que su renacimiento hubiera tenido lugar el mismo día en que termino de escribir estas líneas, 27 de diciembre de 2007, cuando un barbudo fundamentalista asesinó a Benazir Bhutto.

A lo mejor la comprobación de nuestro retroceso la haría morir de nuevo. Pero si se aguantara la amargura de comprobar hasta qué punto su prédica ha obtenido resultados contradictorios, inimaginables durante los tumultuosos encuentros feministas en la Mutualité de París, que en este preciso instante miro desde mi ventana, ¿de qué lado estaría usted, sino del nuestro, el de las mujeres que, parafraseando sus cartas, “proseguimos nuestro camino”, a menudo aplastadas por una feroz rivalidad masculina que justamente se crispa y se exacerba porque dicho camino va para arriba? Chère Simone, esta carta plagada de improperios no tiene otra intención que la de darle las gracias. Por todo: por sus aciertos, por sus errores, por el empujón que nos dio, y que ojalá pudiera darnos todavía con más fuerza que nunca, que buena falta nos hace.

Sincèrement . Alicia.

Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION

sábado, 15 de dezembro de 2007

Crónica de Florencia

La plaza de la Santíssima Annunziata, donde Ivory filmó Un amor en Florencia Foto: Dennis Marsico / Corbis

Durante un mes, la escritora vivió como en un film de James Ivory. Se alojó en un convento de la ciudad italiana, vio obras de arte, visitó villas centenarias y rastreó historias para sus libros. La música sacra y la profana marcaron sus días



Por Vlady Kociancich
Para LA NACION



Florencia
. El nombre guarda para mí casi treinta años de breves o largas estadías que han adquirido ya un carácter hogareño. Quizá porque los argentinos sufrimos de una suerte de orfandad congénita, las amistades son familia de sangre y la mía en este rincón de Italia es Anna, mi amiga florentina, a quien visito con regularidad desde hace décadas. Debía suceder alguna vez que ella no pudiera alojarme y ocurre ahora, cuando llego con el propósito de apuntar notas para un libro sobre los escritores ingleses que hicieron de Florencia un escenario de novela. Pero mi proyecto no se frustra. Anna consigue un sitio que califica de "humilde pero útil para escribir tranquila". Más que tranquila. Mi cuarto propio es un convento. Del siglo XV. En pleno centro histórico.

Como en el libro de E. M. Forster, es "un cuarto con vista". Da a un barrio que encierra la loggia de Brunelleschi en el Hospital de los Inocentes, la Iglesia de la Santissima Annunziata, la Academia, donde el original del musculoso David de Miguel Angel parece protestar contra un cielo raso demasiado bajo mientras su copia toma aire en la gran Piazza della Signoria. Da al Museo Arqueológico, con los enigmáticos antepasados etruscos de la población recostados en sus divanes funerarios, y a un laberinto de callecitas hondas que corren entre palacios e iglesias con puertas abiertas a innumerables obras maestras. En el fondo de la antigua Via Lunga o Calle Ancha, se alza la cúpula del Duomo. ¿Todo esto es mío? Sí. También la habitación que me han dado las monjas, la número 1. Tengo terraza propia, el claustro abajo con las palmeras de rigor y verdes bancos de plaza, la pileta de mármol renacentista, las rosas que se cortan diariamente para el altar de la capilla, y adentro, el lujo de un escritorio y lámpara flexible, estantes para libros, la luz de la ventana con malvón y cortinas de macramé. Me pregunto si mi Ángel de la Guarda, que juzgaba literario y viajero, no se me ha vuelto religioso y quiere convertirme con regalos como este. Un otoño perfecto, un silencio de torre y solo un puñado de turistas sueltos. Continua aqui...